(Pintura orquestada)
I
La
sinfonía vespertina de
la ciudad nunca callada
tiene
por instrumentos
caballos
de humo
y conversaciones veladas.
El
tintineo de una llave inquieta,
el tacón que corre a una cita esperada,
el rozar del plástico sobre la acera,
el cierre metálico de la jornada.
El
contrapunto blanco del viento,
el
compás de la mirada.
Pasear
por el Madrid del ocaso
es
recorrer un caos inerte,
un
bosque de piedras cantoras,
un
mapa de tiempos silentes.
Bajo
la vidriera sagrada y parda
de
éste cielo de Velázquez,
el
ruidoso cuadro se reinventa
con
prisa, sin pausa
paso a paso,
claxon a claxon,
pincelada
a pincelada,
como un canon enigmático y decreciente
que improvisaran mil almas.
Éste
lienzo ahumado de avenidas anchas
que
separan al norte del sur,
al director de la orquesta,
al transeúnte y la diosa.
Donde
los retratos de los reyes
cuelgan
de farolas mudas en el marco del aire,
bronceados
de neón naranja.
(Cadenza)
Yo,
más viajera que habitante,
vago
errante y borracha de aceras
por
los lomos de las cebras,
buscando
ese rincón,
aún
desdibujado,
donde
el centro esconde la
quietud de la tarde.
II
En
la noche primeriza
la
luna, como una viuda
se
tapa la cara
en el velo gris y negro
de
las nubes sin agua.
El niño empuja una pelota de lata
y abre una grieta en el silencio de la plaza,
que preside un camarero de cartón piedra.
La
plata de las cornisas
sostiene
un cielo ausente
mientras abajo, en la luz,
los viejos dejan que los jóvenes
les arranquen de las terrazas.
Y
la vida, compás a compás,
sigue matando ayeres
con el stacatto del cambio,
con recuerdos azules
como espadas.
III
(Tocata y fuga)
Qué esfumato travieso improvisa la luna
tras
los riscos del mercado del Ángel.
Qué
inesperadas se desmayan
las
hojas muertas de los árboles
- alfombra intermitente de los mil tonos de gris
que son los mil caminos de las ciudades.
Cómo
madura la noche siempre iluminada.
Pronto
llegará otra aurora
con
altura de meseta y perfume crujiente.
Pronto
se romperá este hechizo
de
felino silencio ausente.
Hasta
entonces, mil farmacias,
con
sus cruces brillantes
parpadean,
como corazones dormidos
o metrónomos,
la dichosa angustia de nuestras horas.